viernes, 9 de enero de 2015

servilletas de tasca


Esa noche de verano, apunté todo lo que mi abuela Paca iba diciendo en una servilleta de papel. De esas de tasca española, que ni limpian ni parecen de papel. ¿Era en Los Amarillos? ¿A espaldas de la Plaza de La Merced? Estaba mi novio de aquel entonces y mi prima Marta aún era una niña, así que yo debía de tener 23 años. La historia que contaba –mi abuela era una extraordinaria narradora, cosa que se le supone a todas las abuelas pero no siempre sucede– era la de aquel señor que llegó al patio de vecinos de la calle Ramón y Cajal, donde vivían, a pedir un cuarto en mitad de una discusión monumental:"¿Tienen habitaciones libres?". "¿Habitacioneeee?", imitaba con gracia mi abuela a su hermano Tomás. "Aquí lo que hay son tiros, ¡TIROS!" Recuerdo que el motivo de la discusión también me era simpático (o truculento, ya no sé; interesante, en cualquier caso) y lamento que se haya perdido: aquello lo apunté a lápiz, y al poco tiempo, al desdoblar la servilleta encontrada en un bolsillo, vi que todo se había borrado.

Es obvio que mi memoria se va pareciendo cada vez más a esa servilleta.

jueves, 8 de enero de 2015

una historia de lectura

Ana Ana, cara de porcelana, sangre del conde de Gustarredondo, a la que llamaron así cumpliendo la vieja obligación mexicana de poner dos nombres pero dejando claro cuál era el favorito de su padre, me contaba en Guadalajara, fuera del gran teatro de la FIL, de la mujer que le ayuda en casa, María.

Un día, limpiando el polvo, María vio el lomo de un libro que le llamó la atención: Dispara, yo ya estoy muerto, de Julia Navarro. "Pus cómo dice que le dispara, si ya está muerto, esto está muy raro". Y empezó a leerlo, en sus descansos, en horario de lunes a viernes. "¡Llévatelo, María!", le decía Ana Ana. "No, señora, pesa mucho para irlo cargando en el pesero". Y de esta manera, llegaba ávida al trabajo después del fin de semana, sólo para saber cómo seguía la historia. María le recreaba el argumento a Ana Ana como si fuera un culebrón (¡ah, las grandes novelas del siglo XIX, en los periódicos y por entregas!)

Ana Ana ya le tenía preparado de regalo El tiempo entre costuras. María, a sus sesenta años, había descubierto la lectura.